La fiebre que no se curó más que con palabras - Actividad 02


Curas – Un cuento de Sylvia Molloy

Se llamaba Quintana, no recuerdo su nombre de pila pero mi madre le decía así, hola Quintana necesito que vengas mañana (porque Quintana se tuteaba con todo el mundo), tengo a las chicas enfermas. Era enfermero y daba inyecciones a domicilio, no sé bien de qué, de algo que curaba gripes y resfríos invernales. Era una práctica tan inútil como festiva porque Quintana hablaba hasta por los codos y era divertido, a ver, boca abajo en la cama, m`hijita, no me llore que no va a sentir nada, cuando pincha Quintana no duele y sí sana, mirá si yo voy a hacerte mal, así quietita querida, no ves que no te dolió y ya está, pinchó Quintana, pinchó, y ahora a otra cosa, chau, que se va Quintana. Y así, como una ráfaga, pasaba Quintana, de quien recuerdo la voz un poco arrastrada, con un leve acento provinciano, y el olor a agua de colonia. Recuerdo el pequeño calentador de alcohol en que brevemente hervían las jeringas y agujas, y también que mi madre le tenía preparadas unas toallas blancas de hilo, muy planchadas, para que se secara las manos después de lavárselas, antes de administrar la inyección. De vez en cuando reconocíamos su auto estacionado frente a alguna casa, o lo cruzábamos en la avenida, y mi padre tocaba la bocina y decía ahí va Quintana a pinchar algún traste.

     Pero sobretodo recuerdo una vez que yo sola estaba enferma y vino Quintana, que acababa de quedarse viudo. Andaba desganado, se ha quedado muy solo, observaba mi madre. Se le notaba en la cháchara, forzada, como una representación que ha perdido su gracia. Me dio la inyección (que no me dolió) y me dijo que estaba muy triste, y luego me dio vuelta en la cama, y me bajó los calzones hasta los muslos, dejame que te vea querida, y me acarició diciéndome cómo te parecés a mi mujer, pobrecita, y por un instante apoyó la cabeza contra mi vientre y me besó, y vi de muy cerca su pelo engominado. Luego se levantó y se fue.
     No sé donde estaba mi madre esa tarde. Tampoco recuerdo si le dije algo, pero si no, algo adivinó, porque Quintana no volvió a casa. Desde entonces recurrimos a otras curas, igualmente ineficaces, para nuestros resfríos y gripes.

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La fiebre que no se curó más que con palabras

Sylvia Molloy trae, a través de este cuento, un tema inquietante: el abuso infantil. Utiliza un recurso que llamó mi atención y es relatar a través de rememorar la situación. La protagonista relata un suceso de su pasado con palabras muy simples, como si fuera la verbalización de lo que en su ingenuidad infantil no pudo describir.  A través de vagos recuerdos, podemos conocer a un personaje (el victimario). En un párrafo aparte, el relato ya cambia y se torna crudo y desgarrador. Es ahí donde se encuentra el desenlace de lo contado; la situación abusiva. Sylvia logra relatar desde una mirada y sentimiento infantil y, en un ágil movimiento, mostrar el registro de la adultez desde el cual la protagonista habla.                                                                                                                     
         La autora utiliza un elemento paratextual que se transformó en mi predilecto: el espacio en blanco, el dejar dos renglones. Separa así la descripción inicial de lo que luego sería el suceso que la marcó. Logra que se perciba la incomodidad de verbalizarlo. Como si fuese un silencio, una pausa a lo que nunca antes pudo contar.                                             Es un cuento conciso, con palabras justas, pero  con una trascendencia que supera las carillas de la vida.

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