Escalera Real para Silvana - Actividad 07
Escalera Real para Silvana - Por Camila Lamalfa
Ayer, lunes de mediados de noviembre de 1998, me desperté
en la cama del hotel cercano a Parque Lezama, en el cual estaba parando.
Desconcertado, observé que a mi alrededor estaba lleno de billetes. Habría un
millón en total. Después del protagonismo de la migraña, en mi cabeza apareció
el recuerdo de haber jugado la noche anterior en el bar que contiene un sector
de juego clandestino, y al que suelo acudir. No hice un real reparo de mi mal
estado de resaca hasta que me levanté. Fui a por mí atado y desayuné a las cinco
de la tarde mi primer cigarro del día mientras, apoyado en la pared, admiraba pensativo
y con el ceño fruncido el montón de dinero que se encontraba esparcido por la
habitación. Emití una risa levemente sonora y recordé cómo había ganado esa
ronda de póker a la perfección: una Escalera Real, con las cinco cartas del
mismo palo, y con un diez a un as venciendo así a todos mis contrincantes, y posicionándome
en el lugar de derrotero. La sonrisa se desvaneció al instante de mi cara
cuando miré la corbata bordó con arabescos que colgaba de la barandilla del
pequeño placard. Mi corbata preferida, la que me regaló Silvana, mi mujer, para
el día de nuestro casamiento; la que me ajustaba con su delicadeza todas las
mañanas para ir a trabajar cuando todavía no era un mísero desempleado y un desganado tipo. ¡Oh mí mujer! Ya había comenzado a olvidar su rostro que, este
último tiempo, fue perdiendo color producto de los medicamentos, y también
producto de mi partida. El dolor de cabeza volvió, o nunca se había ido. Las
horas que había dormido no fueron suficientes para recomponer las fuerzas que
gasté jugando. Había estado toda la noche y la madrugada apostando y apostando. A mi casa prometí que iba a volver con una
gran suma de dinero para pagar el tratamiento de mi esposa. Sino no tenía
sentido volver consumido por el juego y, sumado a eso, con las manos vacías. Reconocía
que ya tenía adquirido un gran dineral, pero sabía que podía ganar más. Siempre
se puede ganar más. Silvana me necesita, pero todavía hay tiempo. Lo sé, lo
siento. Entre tantos conflictos en mi cabeza, me terminé el atado y salí para
el bar.
Hola, deme un millón en fichas por favor –le dije a la mujer
calculadora de fichas. Me dirijo a la mesa de juego. Entre humo de tabaco y whisky
de primera, comienza la ronda. Al principio todo iba bien. Gané las primeras
dos rondas. Ya tenía asegurado mi millón de vuelta y quinientos mil más. Éramos
tres en la siguiente partida. El resto ya no tenía más que ofrecer. Yo seguí
apostando.
-aumento mi apuesta- exclamé en voz alta. Los dos hombres
imitaron mi acción y acercaron sus fichas al box.
-muestren sus cartas- dijo el croupier. Full asomó mi
oponente a la derecha, y escalera de color el jugador de mi izquierda. Pero yo
volví a ganar con escalera real. ¡Había ganado dos millones! Estaba
exaltadísimo. Sentía una satisfacción y una sensación de poder inmensa, pero
recién eran las 3 am. Era muy temprano para mí. Medité la decisión de volver a
la mesa de juego dos veces: La primera pensé en irme, pero luego pensé en mi
esposa. Me dije a mí mismo que jugaría por Silvana. Realmente no sé si lo hice
por ella, creo que fue por mí. Pero ahí estaba, apostando nuevamente, en otra
ronda y con las mismas dos personas que tenían el idéntico afán de jugadores
invencibles que tenía yo. Esta partida, a comparación de las otras, no fue muy
buena. Mis cartas no eran las mejores. Sin embargo, seguí apostando. Nunca bajé
la cabeza ni demostré encontrarme desestabilizado. Tampoco me mostraba así con
mi mujer. Soy un hombre que no se rinde fácil. Volví a subir mi apuesta. Aposté
todo. Había llegado el momento de mostrar las cartas. El jugador de la
izquierda, con Escalera de color, ganó la ronda. Perdí todo. Me convertí en el
busto de la ronda. Empecé a tambalearme. Todo se me vino abajo: la imagen de mi
esposa recuperándose, mirándome, los dos saliendo adelante. Ya no había tiempo.
Lo sé, y lo siento. Vomité al salir del bar. Tal vez por la cantidad de
whisky ingerido, tal vez por advertir mí mísero destino. Emprendí el regreso a
paso lento y desdeñoso hacia el hotelucho.
Y acá estoy, tirado en la cama, sin coraje siquiera para
llamar a mi suegra y preguntarle cómo está mi mujer. Sin la valentía para pedir
perdón. Cobarde, vencible, vencido. Giro la cabeza y me quedo mirando la
corbata. Llorando y sollozando, Intento levantarme con la poca fuerza que tengo
y me dirijo al placard. La corbata está colgada, a falta de perchas, con un
nudo en la barandilla. Sin descolgarla, me la ato al cuello y me acuerdo de mi
esposa; mi linda y dulce Silvana, cómo la amoldaba a mi cuello todos los días
para ir al trabajo. La ajusto como lo hacía ella, que a la vez me miraba con
esos ojos hermosos color miel claro. Ajusto y ajusto como si se tratara de una
secuencia de todas las mañanas ajustando la corbata pero en un minuto. Ajusto,
veo a Silvana, respiro. Ajusto, veo a Silvana, respiro. Ajusto, veo a Silvana…
Comentarios
Publicar un comentario