Autobiografía - Actividad 8
Años
de revelados y sensaciones
Aclaración: cualquier parecido con la realidad,
no es pura coincidencia. Se trata de mí, de mi aferro al recuerdo y del
sentimiento de añoranza por mi pasado que hace a mi historia.
Capítulo I
Los olores me evocan a momentos que viví,
inclusive situaciones y lugares donde me gustaría estar. Sí, siento que tengo
esa capacidad de soñar a partir del choque de mi cara con una brisa primaveral
mientras camino por la calle.
Olores
como el protector solar, me hacen acordar a la colonia. Amaba el calor, la
sensación de transpirar todo el día corriendo y jugando para después, llegada
la hora de la pileta, zambullirme en la frescura del agua. Allí, con mi gorra
de tela y mi malla cuadriculada, disfrutaba como un pez. Siempre adoré el patio
de ese colegio que pisé tanto en mis días de colonia como de jardín. Ese patio
inmenso, pintado por el verde propio de la flora que habitaba, tan cuantiosa
que se sentía una sutil humedad y un fresco olor a las flores imperantes.
Realmente fue una etapa magnifica y confortable.
Olor a
café inunda el auto cada vez que viajamos a Gesell desde que tengo memoria,
inclusive, desde que mis padres son novios, mas aun inclusive desde que mi papá
era un niño. Un viaje que ya me sé de memoria pero que igualmente no me cansa.
Me gusta disfrutar de ese momento, la ruta como parte de las vacaciones, como
el camino a un destino aun más significativo: el mar. En la inmensidad de las
aguas saladas me encuentro; justo ahí, en
la línea entre el mar y el cielo, me espejo.
El
olor de mamá, intrínseco, indescifrable. Similar a una brisa fresca que te
abraza hasta el corazón. Denota calidez
y una dulzura inexplicable. Me remonta al día que pintamos con corchos un
cuadro, o ese otro día en el que fuimos a ver el show de una banda infantil;
los días que paseábamos en el parque Rivadavia, o las tardes que salía triste
del jardín y nos sentábamos siempre en la misma puerta de una de esas casas que
son antiguas. Siempre estuvo ahí: pintando, cantando conmigo, cuidándome,
incluso haciendo de terapeuta.
Capítulo II
El
baúl de madera ubicado en mi habitación, situado como si se tratase de uno de
esos cofres que contienen tesoros que piratas anhelan descubrir. Realmente se
trata de un tesoro para mí lo que contiene esta caja. En su interior se divisa
una cantidad inmensa de álbumes de fotos, de esas fotos reveladas que llevan la
marca de agua con el nombre “Kodak” en la parte trasera. En el interior de cada
álbum, la fecha y nombre de quienes aparecen, situación, lugar, y cantidades de
fotos que se acomodan en sus respectivos folios.
Las fotos siempre fueron importantes en mi
familia, porque marcan una trascendencia y una memoria de nuestras vidas. Mamá
y papá siempre me dicen que me saque fotos en los momentos importantes porque
después me voy a arrepentir. Eso no descarta que la memoria sea lo
suficientemente lúcida, pero siempre son un buen acompañamiento al recuerdo. Lo
reafirmo con ese baúl lleno de fotos de mis papás, mezcladas con otras donde ya
aparecemos mi hermano y yo. Las décadas 80, 90,00 protagonizan las revelaciones
de esa caja que abro de vez en cuando para sentir más intensidad.
Una
nena llena de rulos ocupa dos fotos blanco y negro en un mismo marco. Saluda a
la cámara, mientras está refugiada entre peluches. Juega en “la casa de las
paredes amarillas” mientras mamá y papá le sacan fotos todos los días. La
cantidad de fotos que tengo de chica confirman que para mí la infancia fue la
etapa más linda que me tocó vivir: contenida entre peluches, con la adoración
de mis padres como primerizos, con mi fascinación inexplicable por los
disquetes de las viejas computadoras, descubrir el sentimiento del abrazo de un
nene de tu edad que después portaría el nombre de “amigo”, los actos de jardín
y las situaciones de socialización donde se destacaría mi máxima timidez de ese
entonces, mis primeras amigas, mi hermano, hasta llegar al momento que yo
denomino “cierre de etapa”: la mudanza, vender el auto, pasar a primaria,
cambio de colegio, nuevas personas, turno mañana y turno tarde.
Capítulo III – un apartado de mi vida.
En
este tiempo intentando despejar mi mente por tu partida, me pongo a ordenar mi
habitación. Empecé por los estantes, removí libros, tiré deshechos, guardé
cartas. Para finalizar, decidí limpiar el escritorio. Nunca antes lo había
ordenado. El segundo y último cajón que
me quedaba por limpiar, lo iba a destinar a cosas de la facultad, así que
empecé a sacar todo lo que alguna vez habría guardado allí. Entre papeles
inservibles y pelusas, encontré un álbum de fotos sin usar y cuatro fotos
reveladas y sueltas en el interior. Ahí estabas, en la playa con un cigarro y
tu esposa con sus manos en tus hombros. Eran jóvenes, y una sonrisa ocupaba tu
rostro. No soy partidaria de creer en las señales, las energías y esas cosas,
pero te hiciste presente por medio de una foto. Podría haber encontrado la foto
de mi abuelo materno, de mis primos, de mis papás. Sin embargo, apareciste vos;
joven y tranquilo, vivo. Entre mi temor tan presente por la muerte, y mis
respetos por ese estadío exánime que vacía de pensamientos y llena de
incertidumbre al ser humano, me aquietaste personificándote y reviviendo en
aquel retrato.
Las
fotos siempre serán un pasaje de ida a los destellos de momentos que vivimos
alguna vez.
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