Estimado amigo, aquí te dejo nuestra aventura de hoy (Cuento propio) - Actividad 21

 “Estimado amigo, aquí te dejo nuestra aventura de hoy”

 Buenos Aires, Capital. Domingo a la tarde. Los leves chubascos y el cielo teñido de un liso gris, propiciaban un ambiente especial para la improductividad. Juan vio en el mal tiempo, la posibilidad de despejarse un poco del estrés rutinario, como si se tratase de un break a la vida brindado por la propia naturaleza. Decidió dedicar sus tiempos a revolver cajas enterradas en armarios para ver si daba con algo interesante.  Luego de un buen rato, además de fuertes estornudos por el polvo volatilizado, consiguió la caja más preciada y más olvidada por el mismo Juan: La caja del secundario. “MI ADOLESCENCIA ENCAPSULADA”, aparecía escrito en marcador permanente y con un trazo muy brusco sobre el cartón. En el interior, se asomaban a simple vista un par de objetos que pasaron casi desapercibidos: la carpeta de lengua y literatura (materia predilecta de Juan),  algunos dibujos y collages. Pero al llegar al fondo, su mirada cambió rotundamente al observar una cajita de metal vieja, encimada en un cuaderno de tapa blanda. Se trataba de dos valiosos objetos que poseían más significado que cualquier otra cosa en la caja. Pareciera que Juan estuviese intentando desde el principio de la búsqueda, dar con esos dos elementos. Tomó la cajita y la abrió, saltando por consiguiente el montón de cartas apiladas que descansaban allí, como si estuviesen queriendo salir con desesperación desde hace añares. Desparramó las cartas en el suelo y comenzó a leerlas. Todas comenzaban con un “Estimado amigo, aquí te dejo nuestra aventura de hoy” y terminaban con un “Con cariño, Mario”. El contenido: grandes cuentos escritos con palabras propias de dos adolescentes del 77.

  Juan se estremeció al recordar a su amigo. Habían perdido contacto  unos años antes de la finalización del último Golpe de Estado de la Argentina. Mario se había exiliado con su familia a España, mientras que Juan quedó en Buenos Aires, donde siguió creciendo y formando su identidad o, mejor dicho,  intentando que no se la quiten. Cuando estaban juntos, escapaban a un mundo subalterno, donde vivían aventuras, podían ser uno un cantante y otro un bailarín, incluso transformarse en objetos como una bicicleta; allí eran libres. En las tardes, intercambiaban cartas llenas de cuentos antes de la hora de toque de queda, y se prometían leerlas antes de irse a dormir. 

 Luego de secarse un par de lágrimas, Juan tomó el cuaderno de tapa blanda que se encontraba anteriormente debajo de la cajita. Se trataba de su diario de escritor, correspondiente a la materia Lengua y literatura. Algunas hojas habían sido arrancadas de ese cuaderno y usadas para escribir todas las cartas a Mario. Juan se decidió por repetir esa acción que había dejado hacía mucho tiempo: arrancó una hoja, y comenzó a escribir un cuento con la imaginaria intención de dedicárselo a su amigo.

 “Somos dos moradores del desierto, andando en sus respectivos camellos por interminables médanos arenosos. Nuestros delantales blancos se convierten en turbantes que cubren nuestras cabezas. Cada uno lleva en su mano una pequeña piedra del tamaño de un pulgar promedio, nuestro amuleto. El destino: una pirámide llena de libros, nuestro gran tesoro. El obstáculo: el fuerte y molesto viento de arena. Pero con nuestro amuleto bólido, no nos distanciaremos ni del objetivo, ni de nosotros mismos…"

  Terminada la carta, se fue a descansar. Ya era de noche y al día siguiente debía madrugar para ir al trabajo. Pero al instante en que concilió el sueño, comenzó a sentir que algo le rozaba los brazos y las piernas; una sensación detestable, como si le tirasen baldazos de arena. Y de eso se trataba. Estaba sobre un camello en medio de una cortina arenosa que no le permitía ver ni a quien tenía en su costado izquierdo. Se trataba de Mario, pero no podía verle su rostro, ni su cuerpo; nada.                                       

 Despertó agitado y confundido, no entendía si acababa de despertar realmente. De qué habría despertado si eso se sintió tan real como la propia vida. Recordó inmediatamente el cuento que habría escrito hacía un par de horas atrás. Consideró a medias y con una mirada muy fantasiosa que podría tratarse de una asombrosa capacidad del cuaderno de hacer factible lo que uno escribe. Vacilante, Juan se dirigió a por el diario de escritor y comenzó a escribir otra carta, con correspondencia a Mario y con una nueva historia. Las ideas no salieron al instante. Estaba oxidado, ya no tenía la misma avidez para imaginar como en su adolescencia. Posó su mirada en la guitarra criolla colgada en la pared, e instantáneamente se le vino una melodía flamenca a la cabeza. Comenzó a escribir:

“… zapateos provenientes de piernas danzantes. Se escuchan. Se sienten al compás del intenso rasgueo de la guitarra. La voz de una dama melancólica y, a su vez, vivaz complementa este cuádruple español. Somos los bailarines, que pisamos con pasión el suelo,  y estimulamos el oído del resto; intensificamos el sonido y embadurnamos el ambiente de tensión. Nuestros pies lo dicen todo; nuestros pies no van al ritmo de una marcha militar, van al ritmo de nuestro corazón.”

 Volvió a acostarse. Las palabras del cuento se transformaron en sueño vívido. Juan no lo podía creer. Sin embargo, todavía no podía ver el rostro de Mario, era como si estuviese borroneado. Tal vez porque el recuerdo físico de su persona era pobre.  Al día siguiente, con mayor lucidez, recordó que conservaba una foto de Mario; una foto que había tomado de la habitación de su amigo un día antes de la despedida definitiva. Le había gustado demasiado y, obnubilado por la bronca que sentía de distanciarse forzadamente, la tomó sin pedírselo. Le gustaba mucho ese retrato. Se trataba de un primer plano de ellos dos abrazados mirando a cámara. El rostro jovial de Mario, tan liso y abundado por una sonrisa kilométrica; unos ojos grandes y verdosos que llegaban a espejar la cámara; a su derecha, la cara de Juan que en sus ojos emanaba una mezcla de felicidad momentánea, de corto plazo, y una tristeza por lo que vendría.

  Juan escribió el cuento. Este no sería una aventura desértica, ni una danza excéntrica, sino un reencuentro entre dos almas juveniles, que tenían mucho por decirse, por escucharse; donde el envolvimiento de un abrazo supuraría añoranza y una calidez reconocible.   Y así, fue como Juan me encontró. Mejor dicho, como yo lo encontré a él.

                                                                                                                Con cariño,                                                                                                                                                  Mario.                           

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