El origen - Actividad 15

El origen (cuento propio)

 Me despierto con el ruido del reloj de pared. Siempre creí que se trataba de una reliquia de los años ‘50s; una reliquia que habrá olvidado el inquilino anterior o que eligió dejar por desapego. Me centro en sus detalles, sus agujas terminadas en punta, una punta muy afilada que pareciera amenazar, en cada vuelta que da, a aquello que señala. De pronto salgo de esa especie de hipnosis y recuerdo que debo sentarme a escribir. No puedo perder más tiempo, debo terminar la novela cuanto antes. Últimamente estoy teniendo un vació en mis pensamientos, y siento un dolor constante en la cabeza, pero no hay indicios de que me haya golpeado. Me siento a escribir pero no puedo concentrarme, no puedo hilar palabras, ni siquiera puedo pensar en ellas.

El tic tac musicaliza todo momento.

El ruido del reloj me estorba, no puedo pensar. Decido asomarme a la ventana para despejar un poco la mente. El bloqueo de alguna forma se tiene que ir. Vislumbro en la cuadra de enfrente un hombre de una estatura menor a la promedio con un perro negro que yace acostado en posición de esfinge. Ambos miran en dirección a mi casa. Al hombre no logro distinguirle la cara.

Tic tac tic tac. Vuelvo a concentrarme en el reloj y dejo pasar esa cuestión un tanto inquietante y rara del hombre mirando hacia mi ventana. Realmente debía sentarme a escribir, me corre el tiempo. Pero me encuentro en la misma situación. Me siento agobiada, no puedo pensar. Hacía ya media hora de mi despertar. Sin embargo, siento un gran cansancio. Me acuesto en el sillón, en la misma posición en la que me levanté. Me quedo mirando fijo el espejo que se encuentra bajo el reloj, no entendía por qué estaba roto. Parecía astillado. El tic tac volvió a invadir mi cabeza. Miré al reloj hasta que logré conciliar el sueño.

Todo está oscuro, solamente me guío por el latir de mi corazón, que palpita al ritmo del marca-segundos de un reloj. Cada vez va más rápido, hasta que se vuelve un zumbido por la velocidad a la que va. El sonido me empieza a aturdir. Me despierto agitada y bañada en sudor. Todo estaba oscuro, la luz del día había empezado a bajar. Clavo la mirada en el reloj.  Intento pararme sin chocarme con nada, pero sin sacar la vista del objeto, que sigue con su enervante pero,  a su vez, imperante  tic tac.  Giro la cabeza hacia la ventana, el hombre seguía en la misma posición mirándome. No entiendo que hace allí. El reloj deja de sonar. Volteo nuevamente hacia él. Mi cara se palideció al notar que todas las agujas marcaban hacia abajo y para el mismo lugar. Sus puntas amenazantes señalaban un símbolo raro tallado en la madera del propio reloj. De pronto recordé que era un jeroglífico. No recuerdo cual, pero sí que se trata de un símbolo egipcio. Intenté hacer una asociación de palabras: si el jeroglífico fue el origen de la escritura, tal vez debía remontarme a mis orígenes para poder escribir. Para ese entonces, el hombre ya no estaba ahí. Había entendido que todo eso fue una señal para mí, o eso creía. Al instante, imágenes de mi pasado ocuparon mis pensamientos; todo aquello que daba por perdido en mi inconsciente, se había hecho presente en mi memoria en cuestión de segundos. Todo era color opaco, oscuro, hechos oscuros, ni una pizca de felicidad. Sucesos inenarrables que había olvidado y descubrí que había vivido. No podía aguantar tanto dolor en el cuerpo, no podía creer que experimenté tanto sufrimiento. Mi cuerpo se tambalea, caigo, y choco mi cabeza  contra el espejo nuevamente astillado por el impacto. Y, en estado cuasi inconsciente,  atisbo desde el suelo el reloj que parecía inmenso, dominante desde esa posición. Siento miedo, me arrastro hasta el sillón y sigo contemplando con ojos desorbitados y una fuerte agitación el reloj, ahora, insonoro. Me desvanezco en un profundo estado de ensoñación, producto de la hemorragia en mi cabeza. Pero antes de caer en el sueño, logro distinguir un tic tac.


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