Mi propia escena de lectura

 

Ultima escena de lectura

Mi propia escena de lectura – Las voces de mi cabeza vs la de mi garganta

 

No recuerdo cuándo fue la primera vez que canté,  supongo que desde que me empecé a adaptar a las prácticas humanas; cuando desarrollé mis cuerdas vocales, y de gritos y llantos para pedir que me cambien el pañal, o para hacer expresiones de aprobación o negación, pasé a imitar sonidos y melodías. Pero si me lo preguntan en una conversación no me voy a detener a decir todo esto, en tal caso diré “y… desde que tengo memoria”.

La música está interconectada con mis deseos de cantar. Fueron dos ejercicios -tanto de escucha como de imitación respectivamente- que se dieron en simultáneo y se naturalizaron en mi vida; como si hubiera nacido con ambas.

“La muca (música), mamá. ¡Poné la muca!” decía con cinco años a mi mamá. Las ondas sonoras de la radio se inoculaban en mi diminuto cuerpo, haciendo vibrar cada parte de mí, percibiendo, bailando e imitando con la voz.

Cuando Showmatch todavía tenía un raiting exorbitante y no se ponía tanto en tela de juicio lo que sucedía en el programa, mi familia lo consumía, y a mí yo de cinco/seis años le entretenía. Después de haber escuchado en uno de los programas “yo soy tu gatita”, me decidí por hacer un show con espectador-peluche y algún juguete que simulaba ser micrófono para cantar dicha canción.  Un recuerdo bastante claro, donde me sentía una cantante profesional cantando en algún tour o mismo en Showmatch.

Pero otro de los rasgos propios que se contrapone con este deseo, también viene desde la cuna: La famosa timidez de la que hasta el día de hoy soy víctima. Si no he perdido oportunidades de expresarme por esto que considero una mala dicha de mi personalidad. Sin embargo, fue en un cumpleaños familiar, donde decidí compartir de alguna manera lo que me gustaba hacer, independientemente de si sabía o no hacerlo. Desarrollé una estrategia de presentación: Canté una estrofa de Vertigo de U2 y, una vez finalizada, puse la original en el celular de mi papá. El objetivo, que ahora me resulta raro e incoherente, era confirmar que lo que canté era similar a la canción. Recibí aplausos y comentarios de algunos parientes sorprendidos porque cantaba. Acá había descubierto un nuevo camino; acababa de abrirme paso a un nuevo espacio donde expresarme, mi familia.

Pareciera la historia de Hanna Montana, que vive lo mejor de dos mundos. Su vida de cantante no traspasa de ser secreto entre su papá y su hermano, seguido de sus amigos, mucho más tarde entre ellos y la gente de su ciudad natal, hasta que lo dice a todo el mundo. Así, pero sin peluca ni siendo internacional, fui animándome, soltándome.

Es al final del primario, cuando mis amigas se enteran de que canto. Una clase de música en sexto grado sería el momento de mayor tensión en lo que va del recorrido contado. EL profesor, un joven músico con ganas de incentivarnos y hacer dinámica la materia, nos abre la posibilidad de preparar algún tema para la clase. Un poco vacilante, pero con el apoyo de mis papás, grabamos en un cd el tema “this is the part of me” de Katty Perry – versión karaoke. Llevé también la letra por si me perdía por los nervios. Llegó la hora de música. Varios compañeros pasaron a cantar. Recuerdo que aplaudíamos y conocíamos sorprendidos nuevas facetas del resto. Yo no estaba segura, me resistía a pasar. Mis amigas dijeron mi nombre, porque confiaban en mí, y yo accedí. Pasé a la frente cabizbaja, con las manos transpiradas y temblorosas, que sostenían la hoja ya arrugada de tanto manosearla. A mi costado, mi profesor de música, con su mirada que emitía confianza y una sonrisa. AL frente, todos mis compañeros en silencio, iluminados por las luces alógenas que los empalidecía (supongo que a mí también). Hacer lo que a uno le gusta -y  desde tanto tiempo- con miedo es un verdadero desafío. El miedo se ve como un manto negro en el que es mejor envolverse y taparse hasta la nuca; se inyecta en tu garganta y se anida allí en forma de nudo; se extiende por las extremidades causando temblor. No es algo que se cure con amor propio, o mistificándolo. Es un proceso.

 Pongo el CD en la grabadora. Aprieto start. Empieza la canción. Canté hasta la mitad, hasta que la timidez se apoderó de mí y dije “no puedo” llorando y tapándome la cara. Aplausos y vociferaciones de mis amigos embadurnaron el aula de calidez y desplazaron mi timidez. Volví a cantar pero esta vez “I´m yours” de Jason Mraz. Sin saberlo, mi profesor me había grabado y después de la clase lo mostró al resto de los cursos donde dio clase ese mismo día. En aquel momento, donde todavía luchaba conmigo misma y mis miedos, sentí enojo para con el profesor por haberle mostrado al resto cómo cantaba. Hoy entiendo que vio algo en mí; algo que yo no podía ver y no pude ver por mucho tiempo: que lo que hacía se notaba que lo hacía desde el corazón, que emitía algo, que lo hacía bien; y que era digno de ser compartido.

Un espacio en el secundario, llamado Taller de música, se volvió punto esencial donde logré la mayor desinhibición hasta el día de la fecha. Desde que empecé el secundario hasta que lo terminé, presencié cada viernes de esa actividad que me provocó un pasaje de temores y miedos a euforia y ansias. Las ganas de compartir lo que uno hacía y le gustaba hacer eran colectivas en ese espacio. Aprendí a escuchar, a confiar; hice amigos; amplié mis gustos musicales. Liberé esas sensaciones que tenía cuando pedía la “muca”, ahora con un grupo que sentía lo mismo: que una casa sin música es como una pizza sin orégano.

 

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