El espectador (cuento propio) - Actividad 18
El espectador (cuento propio)
Estaba haciendo calor, el sol le quemaba la nuca. Luego de haber desempacado, Oliver se decidió por tomar sol en el balcón del hotel. Allí estaba: con la cabeza hirviendo pero contemplando la vista sin hacer caso omiso a ello. Había llegado a París. Desde su balcón tenia vista directa a un complejo de departamentos con ventanas muy parisinas en estructuras propias de la urbanización moderna. Le llamó la atención los diferentes personajes que se asomaban a sus ventanas: cada uno haciendo sus actividades, y Oliver expectante como si estuviese mirando la TV.
Llegado el mediodía, se decidió por bajar a buscar algo de comida al sector de comedor del hotel. En el camino se encontró con el dueño quien le dio un par de indicaciones y el control remoto del aire acondicionado de la habitación. Era un hombre de estatura promedio, pecho prominente, con calva, una cara redonda, pero con unas ojeras que parecían absorber en sus profundidades sus brillosos ojos azulados. Ni bien terminado su almuerzo, salió a pasear por los alrededores para familiarizarse con la zona, los locales y espacios históricos. El joven había ido para relajarse, pero en ningún momento dejó su vista quieta; su mirada tan pendiente de todo lo que sucedía a su alrededor no lo dejaba tranquilizarse, siempre tan expectante, mirando la vida con ojos de turista. Su recorrido duró varias horas, hasta que emprendió su regreso al pequeño y viejo hotel.
Decidió festejar su llegada en soledad privándose de lo que, para muchos, sería el lujo de salir a disfrutar de una noche parisina. Aunque para él no significaba demasiado, le gustaba el silencio, el contemplar a lo lejos, solo pero con un buen vino. Finalizada la botella, abrió otra y la acompañó con una variedad de quesos que había comprado esa misma tarde. Se sentó en la silla cómoda del hermético balcón de su habitación y se puso a contemplar los escenarios del edificio de enfrente ahora iluminados por sus respectivas luces de interiores. En un estado de cuasi ebriedad, Oliver sonriendo dijo para sus adentros –veo encuentros-. Le encantaba ser espectador, crear historias desde la distancia y sobre personajes ajenos a su vida. Estaba disfrutando de aquel momento y esa frase salió de sus adentros. En una de las ventanas, se veía un hombre como él, solo pero mirando el televisor; imaginó que se trataba de un viejo agotado, con desgano y aburrido del mundo que se encontraba fuera de su casa. Oliver se imaginó así, realmente la realidad de le molestaba, prefería estar entre cuatro paredes imaginando un mundo nuevo. Dos ventanas más arriba, una pareja de adolescentes en la cumbre del amor, desenvainando lo que parecerían ser nuevas experiencias en la relación. Recordó su primer amor, los primeros roces de piel, las sensaciones internas inexplicables que le propiciaban esos encuentros, pero un amor prohibido y a su vez arruinado. Su mente paró allí, y su cuerpo se aquietó al vislumbrar en la ventana próxima demasiado movimiento: parecían dos hombres teniendo una discusión, un par de objetos volaron por los aires, pero Oliver no pudo dilucidar bien de qué se trataba. De repente, uno de ellos cae al suelo, tenía una herida grave en la cabeza. El suelo comenzó a teñirse de un espeso rojo. Involuntariamente el cuerpo de Oliver tiende a inclinarse hacia adelante con la vana intención de lograr ver algo más. En el hueco que se forma entre las cortinas blancas de la ventana aparece el otro hombre, mira en dirección a Oliver, quien se queda duro ante el cruce de mirada. Se trataba del dueño del hotel. Oliver se agacha y gatea hacia el interior de la habitación, no sabía qué hacer, lo había descubierto observando el crimen. Comenzó a empacar sus pertenencias con la intención de escapar antes de que el hombre volviera. A los pocos minutos se escucha abrirse la puerta. Era el dueño del hotel, que llevaba una copia de las llaves de cada habitación. Oliver tiene miedo, tiembla y se encuentra más pálido que la pared. El hombre cierra la puerta y se sienta en sofá de la esquina.
- - Joven, ya sabe que mi inglés no es muy bueno, pero voy a decirle algo. Sé lo que acaba de ver, pero usted no sabe lo que acaba de ver.
- Oliver, tembloroso y con un hilo de voz responde –No lo sé ni quiero saberlo, señor.
- -Lo sé, sin embargo te voy a contar porque no tengo otra cosa que hacer antes de limpiar el lío que dejé allá enfrente. Se trataba de un viejo amigo. Bueno, algo más que un amigo. Por él dejé a mi esposa y me vine del sur de Francia a trabajar aquí. Ese chanta me prometió una vida juntos. Me desnudé en cuerpo y alma frente a él, perdí amigos, a mi madre, a mi esposa para venir a esta falsa ciudad del amor. No soy un asesino, simplemente una víctima del amor.
Oliver hace un silencio y con eso le da a entender al hombre que no dirá nada. Rápidamente junta sus cosas y se retira, dejando al francés solo en la habitación, divisando las ventanas del complejo de enfrente. Durante el trayecto a pie hacia el aeropuerto, se limita a seguir con la mirada la ida y venida de sus pies andando, mirando para sus adentros y dejando de lado la contemplación de los alrededores y las vidas ajenas. Un sinfín de imágenes se entremezclan en su cabeza, y maquina y maquina: La situación criminal que acababa de presenciar, la historia narrada por el asesino del hotel, su relación con el primer amor prohibido y las semejanzas de este vínculo con el contado por el hombre. Surge así repentinamente un sentimiento de venganza; ya no desea mirar la vida con ojos de turista sino tomarla con sus propias manos, y hacer posible todo lo que se imagina incluso si se trata de un amor y de un pasado para eliminarlo de una vez.
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